DETROIT PISTONS

Nadie en Detroit llorará por el Palace de Auburn Hills

Los Pistons vuelven a la ciudad a la que representan entre la nostalgia de tiempos mejores y la alegría de recuperar su lugar.

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Panorámica del Palace de Auburn Hills durante el último partido de los Pistons en él.
Gregory Shamus AFP

Los Detroit Red Wings jugaron su último partido en el Joe Louis Arena a principios de esta semana. En ese recinto, el equipo de la liga de hockey sobre hielo (NHL) conquistó cuatro Stanley Cups y forjó la leyenda de una franquicia que otorgó a la ciudad el despectivo título de “canadiense” por parte del resto de aficionados a ese deporte. Los Red Wings se mudaron allí en 1979 y el pabellón tiene una historia especial para la comunidad, así que las imágenes del último día estuvieron preñadas de lágrimas, recuerdos, abrazos… amén de los actos organizados por la franquicia, la ciudad se abrazó por última vez a su Joe Louis Arena.

Los Detroit Pistons jugaron su último partido en el Palace de Auburn Hills ayer. En ese recinto, el equipo de la NBA ganó sus tres anillos y forjó la leyenda de una franquicia que otorgó a la ciudad el despectivo título de “bad boys por parte del resto de aficionados a ese deporte. Los Pistons llegaron al Palace en 1988 y el pabellón tiene una historia especial para la franquicia, así que las imágenes del último día estuvieron a rebosar de recuerdos, ídolos, aplausos… y una alegría nada disimulada en la ciudad, que le dio una última patada en los mismísimos a ese Palace.

Porque resulta que Detroit detesta ese pabellón y no puede estar más contenta de no tener que volver a él.

Para llegar al Palace, desde el centro de Detroit, hay que coger la autopista I-75 hacia el norte y recorrer sus buenos 45 kilómetros. Más de media hora a notable ritmo. Hay que atravesar el paraje industrial y duro de la ciudad del motor para alcanzar la zona residencial de Auburn Hills y, al fin, desembocar en un parque tecnológico aséptico, limpio y sin personalidad.

En el medio, el Palace. Un palacio. A ver ¿qué narices tiene que ver con Detroit un palacio? Si de algo presume la población es de carácter, de dureza, de suciedad de grasa en el alma y de músculos tensos para afrontar la batalla diaria. Nunca, en 30 años, ese pabellón fue suyo. Nunca lo sintieron como tal.

Y eso que allí sí se vieron reflejados a sí mismos en su equipo de baloncesto. Durante las primeras temporadas, las gloriosas de Chuck Daly a los mandos de Isiah Thomas, Joe Dumars, Bill Laimbeer, Rick Mahorn, Vinnie Johnson, Dennis Rodman llenaron el pabellón noche tras noche. 258 veces seguidas. Y lo convirtieron en el más ruidoso de la NBA. Allí trabajaban los Bad Boys. Allí se hacía picadillo a las estrellas de Hollywood o a los dioses disfrazados de jugadores de baloncesto. Allí había que sudar y pegarse. Llegaron dos anillos y una leyenda indomable de pura contracultura.

Pasaron los años y los ciclos del deporte volvieron a ver a unos Pistons campeones en el Palace. Los tiempos de Chauncey Billups, Rip Hamilton, Tayshaun Prince, Rasheed Wallace y Ben Wallace a principios de este siglo. De nuevo unos forajidos al margen de las modas y las tendencias. De nuevo unos currelas de esto con ganas de partir la cara a los niños bonitos. De nuevo Detroit.

Es justo que, en el medio, el momento más recordado, puede incluso que el más memorable para el espíritu de la afición, fuese “Malice at the Palace”, cuando Ron Artest y aquellos Indiana Pacers de gatillo fácil se liaran a puñetazos con… los propios aficionados del equipo en las gradas. ¿Qué mejor demostración de que eso no era ningún palacio sino una taberna a la que ir después de pasarte el día trabajando?

Detroit ha recuperado a los Pistons. El Little Caesars Arena, que también acogerá a los red Wings, está en el mismo centro de la ciudad. No más paseos por bonitas zonas residenciales, no más modernos edificios tecnológicos como compañía, no más viajes para poder pasar la tarde con el equipo de baloncesto. La comunidad lo celebra como un triunfo, casi como un retorno tras décadas de exilio. No habrá lágrimas por el Palace como si las hubo por el Joe Louis, porque a buen seguro que en Detroit nadie se siente en casa en un palacio.