Odio a Kobe Bryant

Odio a Kobe Bryant. Le odio desde el primer momento en el que le vi con la camiseta de los Lakers. Y le odio ahora, tras presenciar el momento en el que la ciudad en la que se crió como jugador de baloncesto, Philadelphia, le rindió homenaje antes de comenzar su último partido profesional en la ciudad. Le odio sin mesura, sin perdón, sin remordimientos.

Me han dicho muchas veces que es de imbéciles odiar en deporte, que lo importante es disfrutar con las gestas y los héroes, sean del color que sean. No digo que no tengan razón, que no sea lo más inteligente y avanzado, pero soy cerril, básico, y opino justo lo contrario: el espectáculo deportivo sólo tiene sentido con los más sencillos instintos como bandera. No me interesa aquello en lo que no pongo pasión. Y en el caso de este jugador, al que me cuesta hasta nombrar, la he puesto hasta el límite. He llevado mi cordura al borde del abismo por él y he saltado sin un segundo de reflexión.

Odio a Kobe Bryant, para empezar, por su equipo. Odio que los Charlotte Hornets le eligieran en el draft con el número 13 y lo mandaran a los Lakers por Vlade Divac ¿cómo un golpe de suerte de este calibre siempre acaba beneficiando a una franquicia como la de Los Angeles? Aquel día quince años de infelicidad pura se sumaron a mi vida de fan de la NBA y aún no he encontrado la fuerza en mi interior para perdonar a todos los implicados.

Odio su actitud, su sonrisa cínica, su gesto de superioridad. Odio recordarle emparejado con Shaquille O'Neal en uno de los duos más imparables que este deporte ha conocico. Odio verle preocupado, sinceramente agobiado, por los MVPs que le robaron, porque se los robaron, en finales y temporadas regulares. Me alegro por cada uno de ellos que no recibió y me alegro por los kilos de omeoprazol que tuvo que tomar para tragarlo.

Odio haberle visto meter 81 puntos en Toronto. Odio haberle visto ganar cinco anillos. Odio el triple que mete en el segundo partido de Las Finales de 2004 para enviar el encuentro a la prórroga. Odio la conclusión del robo de balón a Steve Nash. Odio los vídeos en los que se ve su mimetismo con Michael Jordan. Odio que se lleve bien con Pau Gasol.

Odio algo que ha pasado desapercibido para el resto del mundo, y es que durante seis años consecutivos no falló ningún tiro; ni de dos, ni de tres, ni tiro libre, ni en entrenamiento ni en partido, ni en casa ni fuera. Es más, buceas por todas las páginas de datos y estadísticas y aparece una realidad falseada en la que se ve que tiene aciertos y fallos, porcentajes que lo atestiguan. Es mentira. Yo lo viví. No sé qué brujería han hecho con el resto del mundo, pero yo me acuerdo que no falló ni un miserable tiro durante temporadas enteras.

Hoy, acabado, retirado en vida, protagonista de Vines en los que se le ve haciendo el ridículo, le sigo odiando. Una teoría explica que los enemigos se dignifican los unos a los otros, que se produce una empatía natural que hace que la desgracia del contrario no cause felicidad si la batalla ha sido enconada y duradera, pues la vida ha enredado ambos destinos para siempre y algo tuyo muere con el fallecimiento de tu rival. Y, también, que pasado el fragor de la lucha, cuando ya sólo quedan batallitas que rememorar porque el presente ha dejado en la cuneta a los que fueron protagonistas, el dolor se aplaca y se matiza.

No en mi caso: te odio, Kobe Bryant, hoy y siempre, te odio. Adoro ver como te arrastras por las canchas, como no entiendes por qué ese tiro forzado en el fade away ya no entra, como te taponan, como no tocas el aro. Lo adoro tanto como si tuviera la más mínima importancia, porque sé que para ti la tiene.

¿Y no es esa la verdadera prueba de la grandeza suprema? Mi odio, una minúscula mancha sin tamaño en una gota de agua en el medio de un océano de historias del baloncesto, es el testamento de la cima absoluta de un jugador como Kobe Bryant. Porque aún deshecho, vencido, ultrajado, rematado, enterrado, algunos seguimos odiándole. No podemos olvidarle ni perdonarle. Sólo a los dioses se les concede tal honor.

Odio, en definitiva, ser la personificación y el ejemplo, con mi sentimiento primario, de por qué Kobe Bryant ha sido, es y será uno de los más inmensos deportistas de la historia. Me ha vuelto a ganar.